sábado, 22 de mayo de 2010

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Y entonces una lágrima caprichosa rompe la regla impuesta silenciosamente, y como si de una líder se tratara, las demás le siguen, como si llevaran rato esperando a una señal. Y se deslizan, divertidas, por su nariz, hasta llegar al cauce de su boca, como si así llegaran a mar abierto y ese hubiese sido su único destino desde el principio. Lágrimas saladas, que solo consiguen hacerla llorar más, al recordar sus besos con sabor a patatas fritas. Saladas, y dulces al venir de él. Y se arrepiente, una y otra vez. De aquel día que no le vio, porque estaba resfriada y tuvo que estar todo el día en casa. Ahora daría todo por tener ese día, incluso pasaría por el peor resfriado del mundo. De cada instante en que no se acercó, de cada día que no salió con él por hacer cualquier otra cosa, que seguro que era menos importante. De cada vez que no le dijo te quiero, cuando lo hubiese repetido mil veces, y ni aún así hubiese sido suficiente. De cada caricia no dada, o cada beso no dado. Porque ahora daría cualquier cosa por llenar cada vacío de besos y caricias, de cariño, de amor. Pero no hay vuelta atrás. No viven un cuento de hadas, ni una de esas historias de amor de libros italianos, aunque hubiese llegado a parecerlo. Él no irá a buscarla cuando lleguen las vacaciones, y la edad si importa. Y otra lágrima caprichosa, vuelve a dejarle ese regusto salado.

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