viernes, 16 de agosto de 2013

Macondo.

Otra vez estaba lejos. No sólo de mí, también del mundo y de lo real. Me dejé hacer, confusa, solo tenía ganas de llorar, de hablar, de un abrazo. Tirité, no sé bien si por el frío o por el miedo, probablemente lo segundo porque el calor inundaba la pequeña habitación Necesitaba respuestas, no sabía preguntar y me faltaba el aliento. Pedí agua a falta de algo más fuerte y traté de alejar a los monstruos que iban acercándose aprovechando la oscuridad. Bajé la guardia y me alcanzaron, pero no opuse resistencia. El corto trayecto en el ascensor me supo a poco, me sentí sola a pesar de saberlos allí. Quise llorar pero no me dejaron y caminé ausente, sin pensar en nada y pensando en todo. Llegó la certeza y me hablaron, arrastrando las palabras, clavándose en mi sien doliendo de forma esclarecedora. En aquel momento lo supe y en algún lugar sonó una canción de Sabina, explicándome qué fue lo que comprendió en Macondo. Yo también lo entendí y quise llorar a modo de disculpa por no haberle escuchado. Las lágrimas tampoco quisieron acompañarme en ese momento y solo miré a la nada, preguntándome que iba a hacer ahora y dónde estaría la solución a aquel galimatías. Nadie me respondió y me sentí frustrada. Por primera vez me faltaba inspiración, objetivos y mis sueños se desvanecían entre carcajadas porque al cumplirse perdían su esencia y se convertían en nada.

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