sábado, 10 de julio de 2010

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Hace unas semanas me caí por las escaleras de un bar en una noche de fiesta. No me dolió excesivamente, fue una de esas caídas que no te esperas del todo, que te hacen rodar como una bola de nieve al caer por una ladera. Me levanté atontada, examiné los daños y no vi nada aparatoso, quizás me dolía un poco la rodilla, pero nada importante. La novedad apareció tres o cuatro días después, cuando descubrí que mis rodillas tenían más de un moratón y que mi muñeca y otras partes de mi cuerpo también tenían señales de la caída. Me sorprendió el hecho de que apareciesen tan tarde. Tal vez las caídas sean como las fracturas del corazón. Examinas los daños, el dolor al principio es grande, pero te paras a pensar y por mucho que miras, no encuentras daños visibles. Es más adelante cuando aparecen los arañazos, los hematomas y no puedes doblar la espalda sin que duela. A veces te olvidas, aparentemente estás bien, pero las heridas del corazón no se ven a simple vista. Te acostumbras a vivir con ellas, a que sangren de vez en cuando, cuándo creías que ya se habían cerrado a base de alcohol y tiritas. A día de hoy tengo la certeza de que es mentira eso de que los seres humanos somos capaces de olvidar, simplemente, sabemos adaptarnos fácilmente a un entorno nuevo, diferente o desagradable aunque no nos guste. Simplemente, aprendemos a vivir con un recuerdo irrecuperable, y lo dejamos ahí, fingiendo que no existe hasta que alguien te hace recordarlo. Y después de sangrar la herida de nuevo, volvemos a enterrarlo lo más hondo que podemos, en un jardín secreto con verja doble al que se accede a través de un laberinto cuya puerta se abre con una llave triple y cinco candados dorados.

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